Recuerden Hiroshima y Nagasaki,
cuya lección es que se debe aborrecer a la guerra.
A la guerra nuclear y esforzarse por la paz.
¡La guerra es mortal!
Karol Wojtyla
Querida Aimara:
Ya el papel donde escribí las primeras cartas para ti, se torna pajizo. Ésta, es una de ellas. La escribí el 6 de agosto del año en que naciste, pero ¿sabes algo? Mantiene su vigencia ¿Por qué ese día? Porque cada día 6 y cada día 9 de ese mes, la humanidad entera recuerda con horror el haber conocido la más brutal y despiadada de las muertes: la muerte nuclear. A aquella carta, inicialmente la llamé Ginkgo.
Conocí el Ginkgo biloba tiempo atrás. Fue durante una cálida tarde granadina, cuando tu madre y yo, visitábamos la casa de Federico García Lorca, el poeta, el librepensador español, cuya voz acallaron las balas asesinas y cobardes ordenadas por mentes represoras... La cantarina fuente ubicada en el centro del jardín que antecede a la blanca vivienda, parecía declamar ininterrumpidamente sus poemas, uno a uno, conservando su métrica cadencia. ¿Sabes Aimara? Cuando se tiene la fortuna de acercarse a un personaje y al mundo que lo rodeó, sientes adueñarte un poco de él; de su obra. Algunas de sus frases y pensamientos se tornan familiares y adquieren un mayor significado. Esa fue al menos, la agradable sensación que experimentamos en aquel dorado atardecer, mientras lentamente nos alejábamos de su morada, ahora convertida en museo.
Cruzamos el jardín. Los rosales floreaban. Parecía que cada flor deseaba tener el don de la palabra y platicarnos sus secretos. Flanqueando las bardas crecían árboles de formas caprichosas. Parecían adolescentes rebeldes en pleno desarrollo. Sus hojas pecioladas recordaban la forma de los abanicos majos, mientras se mecían juguetonas al compás de la brisa. Con nosotros viajaba Lilí, una agradable señora uruguaya. Ella y su esposo -recién fallecido-, viajaron por todo el mundo. Serena, culta, cordial, no tardamos en entablar una agradable amistad, que a través de las cartas, perdura hasta ahora. De momento nos señaló esos árboles y comentó que se trataba de verdaderos fósiles vivientes. Agregó:
-Se llaman Ginkgo. En Japón los conocen como “el árbol de la vida”, porque fueron los primeros en crecer, en renacer después de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki...
De vez en vez recuerdo la existencia de esos árboles. En la actualidad se les atribuyen efectos curativos. Cuando eso me dicen, sonrío e inconscientemente me traslado a aquella radiante tarde en la lejana Granada, al lado de tu madre, casi niña.
Hace poco tiempo tu abuelo y yo, visitamos Tokio. De sus amplias y bien trazadas avenidas, lo primero que atrajo mi atención fue la presencia de enormes árboles de ginkgo, llegando algunos, a medir hasta 30 metros de altura. El guía nos confirmó que en realidad se les conoce como el árbol de la vida y son el símbolo y el emblema del nuevo Japón.
¿Por qué motivos se inició la primera guerra mundial? ¿Por cuáles la segunda? ¿Podrá surgir una tercera y quizás… la última conflagración? Desconozco las respuestas. No me interesan las dos primeras, pero la última de ellas... me aterra saberla, pequeñita querida.
La ciudad de Hiroshima está situada en el suroeste de la isla más importante del archipiélago Nipón: la isla de Honshu. Se fundó en 1594 sobre la superficie de seis pequeñas islas, en la delta del río Ota. Desde 1868 en que inicia la última fase del Japón Imperial, la ciudad tuvo un desarrollo pujante y para el año de 1945, contaba con unos 400,000 habitantes.
Nagasaki era y es, la capital de la prefectura que lleva ese nombre. Su enorme bahía de casi cinco kilómetros de extensión, constituye una de las mayores bahías del país. Nagasaki tenía poco menos de trescientos mil habitantes.
Era la mañana del seis de agosto de 1945. Pasaban cinco minutos de las ocho... El cielo, azul y limpio. Hiroshima despertaba a un día normal. Inesperadamente, el ronquido de un pájaro metálico color muerte, debió atraer miles de miradas hacia él. Se llamaba Enola Gay. Con un rápido movimiento, su vientre se abrió y expulsó un artefacto, que quinientos metros antes de tocar nada, estalló. Todo fue rápido... ¿quien podría relatarlo? Luego, un ensordecedor rugido de muerte debió ocultar miles de gritos de dolor y pánico... Una nube negra creció y unió la tierra con el cielo y se transformó en un hongo infernal, estirando su mortífero cuello a 15.000 metros de altura. Dicen que su superficie alcanzó los 1800 grados centígrados y sus entrañas, los 300.000… Nadie había visto algo semejante ni conocido la barbarie humana en su máxima expresión: la muerte nuclear.
La explosión arrasó con diez mil kilómetros cuadrados: el sesenta por ciento del área de la ciudad. Oficialmente reportaron 140,000 muertos... ese día. Los demás fallecieron poco a poco a consecuencia de las quemaduras producidas por el calor, o por los efectos nocivos de la radioactividad. Finalmente perecieron quienes desarrollaron aplasia medular, leucemias o diferentes tipos de cánceres. Ciento ochenta mil personas quedaron sin hogar ¿Importó acaso si los muertos, los enfermos o los despojados eran niños, mujeres, o ancianos?
No. Los que deciden quienes viven o quienes mueren están muy lejos de las líneas de combate. Ellos no arriesgan, sólo ganan ¡La industria de la guerra es tan redituable! Tal vez pensaron que los que ahí morían, eran solamente seres humanos y los humanos nos hemos vuelto material desechable. Fácilmente nos pueden sustituir… ¡habemos más de seis mil millones en la tierra!…
Tres días más tarde, el día 9 de agosto, tan cálido y sereno como hoy, otro avión, otra bomba atómica: ahora sobre Nagasaki. La información oficial: 76.000 personas murieron, resultaron heridas o desaparecieron. Ante esto, el emperador Hiro–Hito se rindió. El día 2 de septiembre, a bordo del acorazado estadounidense Missouri con dos firmas, finalizaba este trágico periodo, suma de genocidios: la segunda guerra mundial, vergüenza para la humanidad pensante.
Dicen los que saben, o los que creen saber, que estas muertes fueron necesarias para evitar otras más, pero tu abuela de esto, no sabe ni quiere saber. Quizá sea porque en casa, ayer mi padre, ahora mi hijo, lucharon y lo siguen haciendo, contra la muerte y eso nos permite aquilatar el valor que tiene la vida... La vida humana.
Hoy, este 6 de agosto del 2010 y todos los agostos que habrán de venir, sólo anhelo contemplar tu armónico desarrollo, tu ensortijado cabello azabache que te cae desordenado por la espalda, mientras enmarca un rostro moreno y unos vivarachos ojos redondos, ansiosos de saber y conocer todo cuanto les rodea. Sólo deseo contemplar la sonrisa angelical y pícara de mis siete nietos, la misma que debieran tener todos los chiquitines del planeta Tierra.
En Hiroshima y Nagasaki, queda la cicatriz dolorosa de la masacre, la que de manera paradójica provocara el progreso científico del hombre, proyectando en él, el espectro de la inmensa capacidad de autodestrucción de una “humanidad erudita y sabia”. Con el correr de los años, los sitios de las masacres se transformaron en parques. Erigieron monumentos. En 1949 el gobierno japonés nombró a Hiroshima: “Santuario Internacional de la Paz”. Para ellos, para quienes cayeron… más que el eterno recuerdo, démosles hermanados, una promesa: y así, unidas las manos y los corazones, digamos a una sola voz:
¡Por favor, nunca más!
Te quiere tu abuela: Alicia.
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